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Nadar contracorriente

Por: Identitas
Tiempo para hablar, tiempo para pensar

La adolescencia es un tiempo de crecimiento interior. Sin embargo, esta maduración, del cuerpo, de los afectos, de la inteligencia y de la voluntad, alterna momentos de calma con otros, más frecuentes, de tempestad. La rebeldía ante lo establecido, la búsqueda de opiniones propias, el ansia de libertad que se traduce en querer tomar decisiones personales y distintas, los enamoramientos, fogosos y repentinos, conceden pocos momentos de tregua, tanto a los afectados como a sus padres. Sin embargo, como educadores, debemos saber buscar los momentos y las estrategias para seguir formando las inteligencias de nuestros hijos, ahora que las ideas se van a fraguar como propias y van a adquirir una consistencia y una importancia decisiva para sus vidas. No basta con pensar que lo enseñado durante la infancia va a permanecer ahí como un monolito inalterable. Ni caer en el desánimo al contemplar que muchas de las virtudes que se han educado durante años parecen disolverse como un azucarillo en el agua.

¿Niños o adultos?

Se debe tener en cuenta que un adolescente ya no es un niño que acepta lo que dicen sus padres porque se siente seguro y querido en el ámbito familiar; pero tampoco es un adulto absolutamente maduro, consciente y dueño de sus propios actos. Carece de la experiencia necesaria (la propia vida es una gran maestra) para matizar sus opiniones, para valorar las consecuencias de sus actos y para formar una opinión sensata y equilibrada sobre muchas cuestiones de importancia. El idealismo, la radicalidad, la inocencia, o la búsqueda del bien y la justicia a cualquier precio -que de suyo son maravillosos- pueden llevar a equivocaciones e incluso a otras injusticias sin advertencia por parte de los jóvenes. Y el reconocimiento del posible error no será tarea fácil debido a ese ímpetu, irreflexivo la mayoría de las veces, que les impide ver el panorama en su totalidad.

Es esencial por ello la delicadeza en las propuestas y la argumentación medida y precisa, así como la apertura a la escucha por parte de los padres hacia sus hijos. Se trata ahora de no imponer, ni desear, un asentimiento borreguil o una rendición que tranquilice nuestros espíritus, sino de invitar a una reflexión profunda, serena, acompañada de un “piénsalo si quieres y lo hablamos más adelante”. Será frecuente que un adolescente exponga sus dudas u objeciones y que no dé la razón a sus padres en el primer momento, ni tampoco en el segundo. Sería para ellos como una declaración del tipo “sigo siendo un niño y tengo que obedeceros ciegamente”. Quizá ni siquiera llegue a manifestar su acuerdo. Pero esas conversaciones quedan en la memoria, dejan poso en el alma, y se reactivan muchas veces años más adelante, cuando llegan momentos difíciles, cuando se enfrentan situaciones complejas.

La libertad es innegociable

Dios creó a los hombres como seres libres. Por eso, la libertad es una característica esencial e inviolable de las personas. Los padres deben preocuparse por la formación de sus hijos, pero nunca tratar de imponer a cualquier precio sus ideas, mucho menos cuando estas son opinables o manifiestamente discutibles. Los hijos no son una posesión paterna. Se les ha otorgado la vida para que sean felices y por tanto ejerzan su inteligencia y su voluntad para amar. Pero sí es obligación de la paternidad ayudarles, con todas nuestras fuerzas, a alcanzar el bien, mediante la elección de aquellas opciones que les harán realizarse plenamente. Seamos propositivos, dediquemos tiempo a escuchar y a argüir; disfrutemos de las decisiones de nuestros hijos, aunque en ocasiones no coincidan con las nuestras, merecerá la pena.

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