El desprendimiento es una virtud por la que las personas saben vivir sin atarse con lazos excesivos hacia los bienes materiales en general o hacia algunos en particular. Este hábito es un modo concreto de practicar la templanza, que permite al ser humano disfrutar de la vida con la libertad y la alegría de los hijos de Dios sin aherrojarse a las cosas; sin dejar que los vicios o las pasiones desordenadas esclavicen sus apetitos; con capacidad para decir no con tranquilidad, sin angustias; y para decir sí con agradecimiento a Dios y sentido de la medida. Esa era la relación que tenían con el mundo nuestros primeros padres antes del pecado original y es la que, con esfuerzo y constancia, debemos mantener nosotros a pesar de las tendencias desordenadas que aquella culpa ha dejado en nuestra inteligencia y nuestra voluntad.
Por eso, en la educación de los niños y de los adolescentes es muy importante no poner a su alcance todo aquello que por el nivel económico familiar uno se podría permitir. Enseñarles que el disfrute de las cosas terrenas exige, en muchas ocasiones, renunciar a unas para saborear otras con un paladar más fino. Mostrarles que la voluntad del hombre se inclina con demasiada frecuencia hacia el capricho y que concede un valor enorme a cosas que apenas lo tienen.
En ese sentido, las marcas de ropa ejercen una influencia hipnotizadora sobre los jóvenes. Una publicidad perfectamente estudiada, con base en estudios psicológicos muy profundos, y con acceso a todos los medios posibles, siembra de modo constante la idea de que, para ser guapo, simpática, valiente, atractiva, exitoso, o miembro de una comunidad es imprescindible vestir prendas de esa marca de modo visible. Así, los niños y los adolescentes identifican en su cerebro algo tan profundo como el ser con algo tan efímero y fugaz como la moda. Y sus vidas van haciéndose superficiales y frívolas, prisioneras de una imagen ficticia, y cada vez más inmanentes y menos capaces de levantar los ojos hacia lo transcendente y esencial.
Cuando unos padres viven temerosos de que su hijo “no encaje”, “se avergüence ante sus amigos”, o “parezca fuera de lugar” en su entorno social se hacen rehenes del marketing de las grandes marcas. Entonces compran a su hijo la sudadera que todos llevan, o las zapatillas que todas se ponen y debilitan al chico o la chica ante las pandemias que asolan la juventud hoy en día: la anorexia, la bulimia, la depresión, la violencia, y cada vez en mayor medida, el suicidio. Porque le están transmitiendo que si tienen personalidad, que si alguna vez dice no, que si muestra músculo ante los hijos de una sociedad al borde del colapso, va a ser objeto de rechazo. Esa es una educación frágil porque está apoyada sobre el miedo
Algunos padres se autoengañan pensando que “no es para tanto”, “que ya aprenderá cuando tenga que comprarse él sus cosas”, “que no puede ser tan malo cuando todos actuamos igual” y miran desesperanzados buscando alguien que reaccione, alguien a quién imitar. Pero cuando lo encuentran, la gran mayoría de las veces, se encogen incapaces de enseñar lo que ellos no se exigen. Y claudican una y otra vez haciendo de sus hijos verdaderos desgraciados.
Si bien es una tarea costosa, que exige fortaleza y un equilibrio prudente, es necesario hacer el esfuerzo de no abandonar a los hijos en los brazos de una sociedad consumista, hedonista, y sin valor transcendente alguno. Y es que heredar ropa de los hermanos en las familias numerosas ahorraba muchos quebraderos de cabeza.