Han terminado las vacaciones. Un periodo de fiesta que no será olvidado tan fácilmente. La pandemia vivida y sufrida, y la nevada aislante, ha dejado en los rostros y en la vida un surco, más o menos profundo, de dolor y soledad. Algunos lo habrán pasado sin ver a sus abuelos, otros han fallecido, los primos no han llegado… Comienza el segundo trimestre y con él, se abre una oportunidad doble de recuperar las amistades que este diciembre extraño, ha dormido en el tiempo. Seguramente que estos meses vividos en aislamiento nos ha llevado a saborear que los verdaderos amigos nos tienen ahí, al lado, porque hemos sabido estar cerca de unos y de otros. Al menos, lo hemos procurado.
Con todas las medidas necesarias, pero con un cierto aire de añoranza, necesitamos salir, con nuestros hijos, y ya sea con pantallas o con encuentros presenciales, descubrir que, todavía hay personas que nos esperan para recibir lo mejor que les podemos dar, nuestra amistad. Hay una frase anónima que leí hace tiempo que versaba así: “Todo el mundo quiere tener un amigo, pero nadie se toma la molestia de convertirse en uno”.
El amor de la amistad es un amor necesario. Necesitamos la amistad. Esa compañía que hace más fácil la andadura de la vida. ¡Qué maravillosamente bien lo explica Lewis en Los cuatro amores!: “La amistad (…) no tienen valor de supervivencia; más bien es una de las cosas que dan valor a la supervivencia”. Los amigos son un puntal, algo sólido y muy valioso que cada uno de nosotros tenemos en la vida. Y este valor de la amistad, se enseña, se educa, se evoca ante nuestros hijos con nuestra actitud abierta hacia el amigo.
Debemos animarlos a abrir su corazón. A descubrir entre los compañeros y vecinos conocidos… un amigo. Las circunstancias vividas pueden cambian nuestro ritmo, pero nos toca a nosotros proporcionas más tiempo de relación de unos con otros. Nuestros hijos, al igual que nosotros mismos, podemos compartir y enriquecernos en la amistad y en la relación humana. Abrirles oportunidades es ayudarles a que no se queden con los de siempre, con los conocidos. Enseñarles a ser buenos amigos, y a que, cada uno, cuando vuelva al colegio y a la rutina diaria pueda asegurar que, en un momento lleno de dificultades, deben actuar de forma diferente. Un amigo nuevo, nos ha hecho distintos porque nos ha hecho mejores.
Siempre les transmito a mis alumnos que, en las amistades es bueno distinguir el amigo del cómplice. El buen amigo, por serlo, saca lo mejor de ti. El cómplice no es un amigo: es alguien que se aprovecha de la debilidad del cariño malo en la amistad y te arrastra hacia donde él quiere llevarte, sin pensar si eso, es bueno o malo, simplemente es apetecible. Nuestros hijos saben, o deben saber, que el compañero que elegimos para esos ratos únicos nos llenará de satisfacción y de descanso si no son cómplices de una diversión fácil llevada hasta el límite, sino un amigo con el que compartimos y nos enriquecemos de los valores buenos y éticos que vivimos durante el curso. Somos los mismos, somos únicos, y por eso, nuestros amigos pisarán el miso suelo que nosotros.
¡Qué gran reto! Aprender a crecer en amistad en este tiempo de distancias y de seguridades. En un ambiente sin tensión, descansado, amigable, es fácil que les ayudemos a encontrar un amigo más que los pueda necesitar. Es cuestión de dar valor a esa gran dimensión del ser humano que es la apertura. Somos seres abiertos, sociables, profundos y con grandes mundos que compartir. Nuestros hijos, al ser nuestros, están en una situación de mejoría con respectos a otros muchachos que puedan conocer. Y la diferencia estriba en que ellos tienen, en cada uno de vosotros, un modelo de amigo bueno que bien se puede comparar con el tesoro del hombre.