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La necesaria gratitud

By Identitas.

Un accidentado plan familiar.

Álvaro y Macarena llevaban proyectando aquel viaje con sus cinco hijos más de un año. Era la primera vez que la familia iba a un lugar de playa y tenían la ilusión de pasar unos días entrañables en familia. El primer día de la estancia decidieron salir por la noche a dar un paseo con los niños, recorrer el paseo marítimo, y tomar juntos unos helados en un establecimiento muy conocido de la localidad que servía maravillosos sorbetes de más de treinta sabores distintos. Cuando entraron a la heladería, Álvaro dijo a sus hijos que podían pedir un cucurucho de dos sabores. Inmediatamente, Marcos, su hijo de 13 años protestó:

– ¿Solo dos sabores? Entonces… ¿para qué nos hemos matado andando hasta aquí? Para eso, me quedaba en casa.

Antes de que su padre pudiera reaccionar, Leticia, un año más pequeña que él, contestó con voz burlona:

– Pues yo pensaba que no tendrías hambre. Esta mañana te has comido todos los cereales rellenos de chocolate que quedaban y nos has dejado sin nada.

– Mira quién ha hablado- intervino entonces Ernestito, de 11 años- La niña gordita que nos esconde las galletas en el desayuno para comérselas ella en su habitación-

En ese momento Leticia se puso a llorar con voz en grito, absolutamente descompuesta empujó a Ernesto y se fue paseo marítimo adelante sollozando y diciendo que no pensaba comer más en su vida y que, si se moría de anorexia, sería culpa de sus hermanos. Cuando Macarena se disponía a reprender a su hijo, observó como Marcos propinaba un pescozón al culpable mientras que, con voz irritantemente burlona, decía:

– No le llames gordita. Ya sabes que mamá no nos deja decir eso, aunque ella coma sin parar-

Esto provocó que Macarena cambiara de rumbo y dijera a su hijo mayor con un chillido:

– Tú no tomas helado hoy.

Sin embargo, Marcos ya no atendía porque estaba ocupado en pelearse con Ernesto a empujones para resolver a golpes el problema del pescozón anterior.

¿Rendirse o educar?

Álvaro se sintió desolado. No sabía a qué fuego acudir. Tenía unas ganas extraordinarias de mandar a todos a casa sin helado, sin paseo, sin playa al día siguiente, y castigados sin volver a salir a hacer un plan en familia en lo que quedaba de vacaciones. Estaba hasta el gorro de las chanzas de Marcos, con el que había hablado recientemente de que tenía que ejercer como hermano mayor y cuidar con cariño a los más pequeños. Había dedicado mucho tiempo a explicar a Leticia que no debía prestar atención a las bromas y comentarios de sus hermanos y que, desarrollar su propia personalidad, suponía no echarse a llorar ante la primera dificultad que encontrara en el trato con los demás. Y, además, no alcanzaba a inventar una nueva explicación para que Ernesto entendiera que, cuando había problemas, no había que echar gasolina al fuego y que lo conveniente era… quedarse al margen. ¿Por qué sus hijos no sabían disfrutar de una maravillosa noche en familia con sus hermanos? La respuesta estaba en educar desde muy pequeño el valor de la gratitud.

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